miércoles, 5 de enero de 2011

Como es perder el hambre

Por Cielo Latini

Voy a contarles
de qué se trata perder algunos kilos y
vitalidad para encontrar la verdad.
En verdad, el hambre nunca se pierde. Siempre está
ahí, agazapado, aunque por un rato no duela. Los que
alguna vez jugamos con el hambre sabemos que no se
pierde. Ahora bien, ¿qué más perdemos cuando pensamos
que perdemos el hambre?
Perdemos de vista lo importante: de pronto un par de
calorías nos parecen un desastre del que no sabemos
cómo vamos a recuperarnos. Perdemos la capacidad
de emoción, nos convertimos en autómatas. Contamos
calorías, contamos días. Perdemos también
la capacidad de disfrute: lo que antes era
comida ahora son números. Así, una
manzana es ochenta, un postrecito es ciento veinte.
Viajamos a un lugar donde pocas cosas cuentan: las calorías
cuentan, la fuerza de voluntad, el dolor que hay
que sentir para poder llegar a un equilibrio loco. Ese
equilibrio cuesta. Cuando tenemos hambre —no hambre
de “hace dos horas que no como nada”, hambre de
verdad— nos convertimos en las personas más frágiles
y nos sentimos a la vez las más poderosas. Sabemos
que todos los demás sucumben, que el resto del
mundo, vos no, necesita comer. Vos no necesitás comer.
Sos casi superior. Casi perfecto. No hay certezas,
sólo un espejismo: no necesitamos nada. Sufrir por
hambre nos hace menos vulnerables a otros dolores:
nos hace insensibles, nos hace fríos. ¿A dónde
queremos llegar? A no necesitar.
A no pensar, a flotar. A caminar por la nieve
sin dejar huellas. A dejar el cuerpo, a vivir en otro
nivel espiritual donde no necesitamos nada: ni personas,
ni abrazos, ni besos, ni comida, ni calorías, ni
recibir ni demostrar amor. Es la no necesidad absoluta,
la independencia de todo. “No necesito este cuerpo, lo
voy a dejar morir”. Cuando luchamos tanto por perder
el hambre sabemos que también vamos a perder otras
cosas: las amistades, la familia, el contacto real con la
gente que se preocupa por nosotros. Todas las tareas se
vuelven trabajosas: caminar nos supone un esfuerzo
desgarrador; dormir, un desafío. Perdemos el sueño.
No es agradable, es doloroso. Perdemos la esperanza:
¿qué hay para mí? ¿Más dolor? Y ahí aparece el deseo,
el único, el de dejar de vivir. ¿Cómo hago para no tirarme
a llorar todo el día si tengo hambre? ¿Cómo hago
para soportar a la tía vieja que dice “me siento mal, hoy
no almorcé” cuando uno lleva más de once días sin ponerse
nada en la boca? Voluntad férrea: una anoréxica
todo lo puede. Todo. ¿Qué nos perdemos? El placer de
prender el horno y que se caliente la casa en invierno.
El placer de llegar y sentir olorcito a recién cocinado,
olorcito a torta, a budín, a tarta de choclo. Las sonrisas
de las personas a quienes les regalamos lo que cocinamos.
El día que me puse a cocinar me di cuenta de todo
lo que me estaba perdiendo y, sobre todo, me di cuenta
de que me gusta mucho. Tuve que hacerme la pregunta:
¿Por qué me gusta tanto cocinar, a mí, que me la
pasé luchando por no entrar en la cocina? Y encontré
la respuesta: porque es algo que empieza y termina en
el día. Porque por fin siento que estoy cumpliendo con
una meta. Porque manteca, azúcar y huevos siempre te
van a dar unas galletas deliciosas, sin importar tu humor,
si importar el clima. Porque es seguro. Algunos
un tiempo después descubrimos la razón por la que
nos morimos de hambre. Tenemos tanto hambre de la
verdad que la comida no nos satisface, y hasta que no
encontremos aquello que buscamos, vamos a desahuciarnos,
a dejarnos morir, porque estamos habitando
un cuerpo que no nos pertenece, un cuerpo que alguna
vez fue ultrajado. ¿Quién dijo que la verdad nos hará libres?
¿Cuánta razón tenía? Toda. El día que lo supe me
di cuenta de algo: mi cuerpo es mío. Es mi templo, es
todo lo que tengo, fue el nido de mi hija, es el nido de mi
segunda. Es mío, me pertenece, nada que me haya hecho
nadie puede quitármelo. Es con mi cuerpo que amo
a mi hombre, a la persona que me cuida. Me dejo amar
a través de él, me amo gracias a él, puedo abrazar, puedo
besar, puedo ayudar. Es mío, no importa qué haya
pasado en el pasado ni cuán tullido se encuentre. Me
pertenece. Y ya no me muero de hambre.

No hay comentarios: